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Aun recuerdo aquel día, estaba nublado y se podía incluso sentir la entraba de la humedad por los espacios que separaban las tablas con las que estaba construido aquel cuartucho donde los patrones me dejaban dormir. Se podía percibir el olor a tierra mojada y si se tenía cuidado, al cerrar los ojos, uno podía imaginarse que la neblina entraba a aquel lugar tal como entra la luz por la ventana.
Entonces paso. Juancho estaba afuera gritando. Aunque eso era ya bastante normal para mí Aquellos horribles gemidos no podían faltar algún día en la vieja granja. Diario, todas las mañanas, con una puntualidad que no tenía ni siquiera el reloj de péndulo del que tan orgulloso estaba el patrón José; él se levantaba, siete de la mañana, salía corriendo de aquella casona apolillada, azotando el mosquitero que apenas estaba ya sujeto al umbral de la puerta debido al cotidiano maltrato que recibía por parte del niño. Corría como si se le fuera la vida, después de algunas caídas y tropezones llegaba al centro del amplio espacio que hay entre la vieja casa y el granero, ahí, se postraba sobre el pasto, solo se dejaba caer de rodillas, levantaba entonces la cara y emitía aquellos sonidos al cielo. Aquello era horrible. Su rostro, deforme ya por azares de la naturaleza, se tornaba aun más abominable. Parecía como si sus escasos trece años se triplicaran.
Esta cotidiana, aunque nunca monótona situación, convertía a Juancho en la más anormal y tétrica emulación de gallo mañanero que tuviera graja alguna. Y a mi me tocaba, por ser el peón de aquella granja hacerla de su nana.
Al escuchar los monstruosos sonidos matinales, tenía que levantarme e ir por él, me calzaba las botas de caucho, salía de mi cuarto, rodeaba el establo y llegaba a donde Juancho se encontraba. Aquel día no fue la excepción, al llegar a su lado siempre era lo mismo – Juancho levántate que es hora de ordeñar a las vacas- en ese preciso momento, dejaba de gritar, tal pareciese que al oírme su alma regresara de un lugar lejano y comprendiese entonces que no tenía finalidad alguna su grito frente a mi. Me hubiera gustado saber lo que le reclamaba con tanta desesperación al cielo, pero esto era un deseo inútil ya que sólo era en aquellos momentos de angustioso éxtasis de la mañana cuando aquel hueco en su cara, que mas que su boca, parecía una yaga, emitía algún sonido. Sólo bajaba la mirada y después de unos instantes, alzaba su cara, postraba sus ojos sobre mí con aquella inválida expresión, que salvo a mi, a ninguna otra persona le hacía posible aguantarle la mirada. Entonces, alzaba su mano de roídas uñas para que yo lo ayudara a incorporarse, nos encaminábamos entonces hacia el granero, él se aferraba a mi mano con gran fuerza. Era bastante tosco de cuerpo a pesar de su edad. Su madre, la patrona doña Martha, le decía que era un “súper hombrecito” ya que a causa de su tremenda fuerza, a menudo provocaba accidentes cuando no lastimaba, sin querer yo pienso a las demás personas. Su fuerza era tal, que incluso llegó a tener problemas en la primaria del pueblo al fracturarle un brazo a uno de los niños que diariamente se burlaban de él por causas obvias. A veces los niños llegan a ser los seres más dañinos al no darse cuenta por la edad, de los daños que pueden ocasionar a la sensibilidad, ya de por sí tan mancillada de Juancho. En la escuela de aquel pueblo, él era conocido por todos como “el niño cara de vaca”. Y no era para menos, las burlas hacia él no podían faltar, incluso de parte de algunos de lo profesores. Querer a Juancho en resumidas cuentas era algo muy difícil, sino imposible de hacer.
Aunque pudiera parecer mi propósito, no quiero que el lector de estas líneas sienta una melosa compasión por este niño, ya que, si alguna cosa puedo aseguraos, es que si lo hubieran conocido, lo tratarían con igual desdén que los demás. El problema de la literatura, me decía siempre el patrón, es que al poner sobre el papel la personalidad de cualquier personaje, se describe a éste de forma completa, con sus “errores” y “virtudes” y por lo general las “virtudes” siempre ganan el corazón de los lectores, cosa que nunca sucede en la vida real, ya que en ésta las personas solo alcanzan a ver los “errores” de los demás.
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Nota: Creo que si el Wherter de Goethe, el Zaratustra de Nietzche o el Raskolnikov de Dostoievsky no fueran personajes ficticios, las lágrimas y el amor que muchos lectores sintieron al leer su historia, se transformarían en insultos y desdén al momento de conocerlos en la vida real …. Así la naturaleza humana.
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El haber fracturado el brazo de aquel niño, sobrara decir, fue motivo de su baja inmediata de la única escuela en kilómetros a la redonda. Hecho por demás, que no representaba en realidad frustración alguna ni para él ni para sus padres, ya que su estancia en la escuela no le proporcionaba ningún beneficio, ya que Juancho simplemente sufría de un serio problema de autismo.
Entramos al granero, un lugar que bajo ciertas condiciones de luz realmente tenía un aspecto tétrico más aún en los ocasos. Mientras yo reparaba esa mañana el cubo y el banco para disponerme a ordeñar a las vacas, Juancho echaba a correr como siempre, hacia el establo donde éstas comían, que se encontraba localizado en una de las esquinas de aquel enorme lugar.
Se paraba ante la más endeble y enfermiza de todas, una vaca huesuda color marrón, que además era la única que no se inmutaba con su presencia. Alguna vez recuerdo, alguien me dijo que algunas vacas llegan a ser realmente dóciles, al punto de ir hacia el granjero al escuchar su nombre, como si se tratase de un obediente perro. Sin embargo, éste no era el caso en aquel establo, todas las vacas, salvo ésta, se apretujaban en un rincón, al oír que el portón del granero se abría, como si presintiesen algo malo.
Cuando Juancho se acercaba a esta vaca, parándose delante de ella, ésta no hacía nada, sólo se quedaba ahí dirigiendo sus dos enormes ojos que más bien parecían dos canicas negras, hacia el niño, como esperando tal vez que se produjera algún débil sonido que diera la pauta para iniciar una conversación.
Yo mientras tanto, ya había entrado al establo y había empezado a ordeñar a uno de los rumiantes. Aquel día en particular, “el niño cara de vaca” después de ver fijamente a su homónima durante el largo tiempo acostumbrado, se dirigió hacia donde yo me hallaba y me tocó suavemente el hombro. Al voltear, me topé con su cara, la cual me veía fijamente a los ojos, nunca podré borrar de mi mente aquella escena, de sus negros ojos salían lágrimas, como si a través de ellos se pudiera traslucidar un doloroso sentimiento. Nos quedamos viendo fijamente un largo rato, yo aun sujetaba con mis dos manos las ubres de la vaca que en ese momento me encontraba ordeñando. Tal pareciera, que con aquella, la mirada tan angustiosa, Juancho me preguntara cuál era el parecido entre la vaca y él, y el por qué la gente del pueblo al verlo en la calle lo evadía. El por qué doña Martha lo encerraba en su cuarto cuando había visitas distinguidas en la granja y por qué el patrón cuando bebía demasiado, lo golpeaba hasta saciarse, mientras maldecía al cielo por haberle dado tan abominable hijo.
Debo confesar que me dieron ganas de abrazarlo, pero su problema mental, hacía que le fuera casi insoportable el que las personas lo tocaran apenas. Así, llorando, o más bien debiera decir lagrimado ya que él no emitía sonido o queja alguna, retrocedió unos pasos hasta encontrarse a lado de aquel demacrado animal, aquel que tal vez fuera el único ser con el que se entendía. En aquel momento, la patética vaca se desplomó como si se tratase de un saco de patatas, cayó inerte, sólo se escuchó un golpe seco, seguido del sonido de agitación de los demás animales. La vaca a la que yo ordeñaba giró bruscamente, provocando que yo cayera del banquillo y que la leche que había recolectado en el cubo se resbalara sobre mi.
Al incorporarme, me di cuenta de que el niño no se había movido para nada, como si no hubiera visto lo que había pasado, como si aquel rumiante no yaciera a su lado con la lengua de fuera.
En ese mismo momento, salí corriendo rumbo a la casona de donde hacía sólo media hora Juancho había salido. Me es difícil recordar lo que iba pensando, pero seguramente estaba confundido como nunca. No puedo explicar lo que aquello me causó. La cara del niño, su expresión, esa mezcla de angustia y desesperación. Nunca lo podré olvidar. Aún ahora esas imágenes persisten en mi cabeza, me es difícil explicar lo que me producen, es como si al haberme visto, “el niño cara de vaca” me hubiese trasmitido como por ósmosis toda la tristeza que había cargado sobre sus hombros a lo largo de su corta vida.
Llegue a la casa, abrí la puerta y cuando estaba a punto de gritar el nombre del patrón, me detuve en seco. Ahí, delante de mí, apenas iluminados por la tenue luz del alba que empezaba a iluminar aquellos parajes, yacían los dos cuerpos de los patrones sobre un charco de sangre.
No recuerdo cuánto tiempo estuve parado sin moverme, observando aquella horrible y tétrica escena, los cuerpos boca arriba, a unos dos metros uno del otro, con los vientres abiertos y las vísceras de fuera. Un cuchillo cubierto de sangre se encontraba aun enterrado en uno de los muslos de la señora Martha, mientras el auricular del teléfono era sujetado por la mano inerte del patrón. Mis rodillas sucumbieron ante aquella escena y quedé postrado con la cara llena de lágrimas y una sensación de náusea en el estómago. Me dirigí hacia los cadáveres y tomé el auricular que salpicaba sangre…. Solo se oía el tono. Inmediatamente llamé a la policía e informé al operador de lo ocurrido, éste me dijo que no me moviera de allí y que no tocara absolutamente nada de la escena del crimen, iban en camino.
Dos meses después me encontraba de visita en el manicomio de San Pedro en la capital. Iba a visitar a Juancho, lo habían internado después de lo ocurrido. Recuerdo que al entrar a la sala de visita y verlo amarrado a una silla un temblor recorrió todo mi cuerpo. Me senté delante de él y como siempre nos quedamos viendo fijamente.
No sé por qué lo hice, pero le pregunté –Juancho ¿Por qué?- y lo que aconteció después, aun ahora no tengo la entera certeza de que haya ocurrido, pero, de aquella su boca, de la que nunca había salido ningún sonido más que aquellos gritos matinales, surgieron, con una claridad tal que pareciera que aquel engendro de niño nunca hubiera tenido aquel problema mental que le afectara desde la infancia, estas tres palabras… FUERON LAS VACAS.
Epílogo
Cuando oí las sirenas de las patrullas salí corriendo de la casona, haciéndoles señales para que se acercaran. Al llegar, dos policías entraron a la casa preguntándome si no había tocado nada. El alguacil, que en ese momento iba llegando, se me acercó y preguntó, -¿Y “el niño cara de vaca”?- a lo que desconcertado respondí –En el granero- se me había olvidado por completo, la escena de los cadáveres me había afectado demasiado como para que al momento de verlos tirados en el piso de la casa entrelazara todos los hechos.
Nos dirigimos al granero. Al llegar al establo, tanto el alguacil como yo, quedamos atónitos. Sobre el suelo, había una hilera de vacas muertas, encabezándolas se encontraba la vaca flaca y raquítica que muriera minutos atrás, su pecho estaba abierto y al igual que los patrones tenia las vísceras de fuera, pero lo mas extraño de todo fue, que a lado de ésta, se encontraba Juancho desnudo y cubierto de sangre de la cabeza a los pies como si acabara de salir del estomago de aquel rumiante.
FIN
Entonces paso. Juancho estaba afuera gritando. Aunque eso era ya bastante normal para mí Aquellos horribles gemidos no podían faltar algún día en la vieja granja. Diario, todas las mañanas, con una puntualidad que no tenía ni siquiera el reloj de péndulo del que tan orgulloso estaba el patrón José; él se levantaba, siete de la mañana, salía corriendo de aquella casona apolillada, azotando el mosquitero que apenas estaba ya sujeto al umbral de la puerta debido al cotidiano maltrato que recibía por parte del niño. Corría como si se le fuera la vida, después de algunas caídas y tropezones llegaba al centro del amplio espacio que hay entre la vieja casa y el granero, ahí, se postraba sobre el pasto, solo se dejaba caer de rodillas, levantaba entonces la cara y emitía aquellos sonidos al cielo. Aquello era horrible. Su rostro, deforme ya por azares de la naturaleza, se tornaba aun más abominable. Parecía como si sus escasos trece años se triplicaran.
Esta cotidiana, aunque nunca monótona situación, convertía a Juancho en la más anormal y tétrica emulación de gallo mañanero que tuviera graja alguna. Y a mi me tocaba, por ser el peón de aquella granja hacerla de su nana.
Al escuchar los monstruosos sonidos matinales, tenía que levantarme e ir por él, me calzaba las botas de caucho, salía de mi cuarto, rodeaba el establo y llegaba a donde Juancho se encontraba. Aquel día no fue la excepción, al llegar a su lado siempre era lo mismo – Juancho levántate que es hora de ordeñar a las vacas- en ese preciso momento, dejaba de gritar, tal pareciese que al oírme su alma regresara de un lugar lejano y comprendiese entonces que no tenía finalidad alguna su grito frente a mi. Me hubiera gustado saber lo que le reclamaba con tanta desesperación al cielo, pero esto era un deseo inútil ya que sólo era en aquellos momentos de angustioso éxtasis de la mañana cuando aquel hueco en su cara, que mas que su boca, parecía una yaga, emitía algún sonido. Sólo bajaba la mirada y después de unos instantes, alzaba su cara, postraba sus ojos sobre mí con aquella inválida expresión, que salvo a mi, a ninguna otra persona le hacía posible aguantarle la mirada. Entonces, alzaba su mano de roídas uñas para que yo lo ayudara a incorporarse, nos encaminábamos entonces hacia el granero, él se aferraba a mi mano con gran fuerza. Era bastante tosco de cuerpo a pesar de su edad. Su madre, la patrona doña Martha, le decía que era un “súper hombrecito” ya que a causa de su tremenda fuerza, a menudo provocaba accidentes cuando no lastimaba, sin querer yo pienso a las demás personas. Su fuerza era tal, que incluso llegó a tener problemas en la primaria del pueblo al fracturarle un brazo a uno de los niños que diariamente se burlaban de él por causas obvias. A veces los niños llegan a ser los seres más dañinos al no darse cuenta por la edad, de los daños que pueden ocasionar a la sensibilidad, ya de por sí tan mancillada de Juancho. En la escuela de aquel pueblo, él era conocido por todos como “el niño cara de vaca”. Y no era para menos, las burlas hacia él no podían faltar, incluso de parte de algunos de lo profesores. Querer a Juancho en resumidas cuentas era algo muy difícil, sino imposible de hacer.
Aunque pudiera parecer mi propósito, no quiero que el lector de estas líneas sienta una melosa compasión por este niño, ya que, si alguna cosa puedo aseguraos, es que si lo hubieran conocido, lo tratarían con igual desdén que los demás. El problema de la literatura, me decía siempre el patrón, es que al poner sobre el papel la personalidad de cualquier personaje, se describe a éste de forma completa, con sus “errores” y “virtudes” y por lo general las “virtudes” siempre ganan el corazón de los lectores, cosa que nunca sucede en la vida real, ya que en ésta las personas solo alcanzan a ver los “errores” de los demás.
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Nota: Creo que si el Wherter de Goethe, el Zaratustra de Nietzche o el Raskolnikov de Dostoievsky no fueran personajes ficticios, las lágrimas y el amor que muchos lectores sintieron al leer su historia, se transformarían en insultos y desdén al momento de conocerlos en la vida real …. Así la naturaleza humana.
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El haber fracturado el brazo de aquel niño, sobrara decir, fue motivo de su baja inmediata de la única escuela en kilómetros a la redonda. Hecho por demás, que no representaba en realidad frustración alguna ni para él ni para sus padres, ya que su estancia en la escuela no le proporcionaba ningún beneficio, ya que Juancho simplemente sufría de un serio problema de autismo.
Entramos al granero, un lugar que bajo ciertas condiciones de luz realmente tenía un aspecto tétrico más aún en los ocasos. Mientras yo reparaba esa mañana el cubo y el banco para disponerme a ordeñar a las vacas, Juancho echaba a correr como siempre, hacia el establo donde éstas comían, que se encontraba localizado en una de las esquinas de aquel enorme lugar.
Se paraba ante la más endeble y enfermiza de todas, una vaca huesuda color marrón, que además era la única que no se inmutaba con su presencia. Alguna vez recuerdo, alguien me dijo que algunas vacas llegan a ser realmente dóciles, al punto de ir hacia el granjero al escuchar su nombre, como si se tratase de un obediente perro. Sin embargo, éste no era el caso en aquel establo, todas las vacas, salvo ésta, se apretujaban en un rincón, al oír que el portón del granero se abría, como si presintiesen algo malo.
Cuando Juancho se acercaba a esta vaca, parándose delante de ella, ésta no hacía nada, sólo se quedaba ahí dirigiendo sus dos enormes ojos que más bien parecían dos canicas negras, hacia el niño, como esperando tal vez que se produjera algún débil sonido que diera la pauta para iniciar una conversación.
Yo mientras tanto, ya había entrado al establo y había empezado a ordeñar a uno de los rumiantes. Aquel día en particular, “el niño cara de vaca” después de ver fijamente a su homónima durante el largo tiempo acostumbrado, se dirigió hacia donde yo me hallaba y me tocó suavemente el hombro. Al voltear, me topé con su cara, la cual me veía fijamente a los ojos, nunca podré borrar de mi mente aquella escena, de sus negros ojos salían lágrimas, como si a través de ellos se pudiera traslucidar un doloroso sentimiento. Nos quedamos viendo fijamente un largo rato, yo aun sujetaba con mis dos manos las ubres de la vaca que en ese momento me encontraba ordeñando. Tal pareciera, que con aquella, la mirada tan angustiosa, Juancho me preguntara cuál era el parecido entre la vaca y él, y el por qué la gente del pueblo al verlo en la calle lo evadía. El por qué doña Martha lo encerraba en su cuarto cuando había visitas distinguidas en la granja y por qué el patrón cuando bebía demasiado, lo golpeaba hasta saciarse, mientras maldecía al cielo por haberle dado tan abominable hijo.
Debo confesar que me dieron ganas de abrazarlo, pero su problema mental, hacía que le fuera casi insoportable el que las personas lo tocaran apenas. Así, llorando, o más bien debiera decir lagrimado ya que él no emitía sonido o queja alguna, retrocedió unos pasos hasta encontrarse a lado de aquel demacrado animal, aquel que tal vez fuera el único ser con el que se entendía. En aquel momento, la patética vaca se desplomó como si se tratase de un saco de patatas, cayó inerte, sólo se escuchó un golpe seco, seguido del sonido de agitación de los demás animales. La vaca a la que yo ordeñaba giró bruscamente, provocando que yo cayera del banquillo y que la leche que había recolectado en el cubo se resbalara sobre mi.
Al incorporarme, me di cuenta de que el niño no se había movido para nada, como si no hubiera visto lo que había pasado, como si aquel rumiante no yaciera a su lado con la lengua de fuera.
En ese mismo momento, salí corriendo rumbo a la casona de donde hacía sólo media hora Juancho había salido. Me es difícil recordar lo que iba pensando, pero seguramente estaba confundido como nunca. No puedo explicar lo que aquello me causó. La cara del niño, su expresión, esa mezcla de angustia y desesperación. Nunca lo podré olvidar. Aún ahora esas imágenes persisten en mi cabeza, me es difícil explicar lo que me producen, es como si al haberme visto, “el niño cara de vaca” me hubiese trasmitido como por ósmosis toda la tristeza que había cargado sobre sus hombros a lo largo de su corta vida.
Llegue a la casa, abrí la puerta y cuando estaba a punto de gritar el nombre del patrón, me detuve en seco. Ahí, delante de mí, apenas iluminados por la tenue luz del alba que empezaba a iluminar aquellos parajes, yacían los dos cuerpos de los patrones sobre un charco de sangre.
No recuerdo cuánto tiempo estuve parado sin moverme, observando aquella horrible y tétrica escena, los cuerpos boca arriba, a unos dos metros uno del otro, con los vientres abiertos y las vísceras de fuera. Un cuchillo cubierto de sangre se encontraba aun enterrado en uno de los muslos de la señora Martha, mientras el auricular del teléfono era sujetado por la mano inerte del patrón. Mis rodillas sucumbieron ante aquella escena y quedé postrado con la cara llena de lágrimas y una sensación de náusea en el estómago. Me dirigí hacia los cadáveres y tomé el auricular que salpicaba sangre…. Solo se oía el tono. Inmediatamente llamé a la policía e informé al operador de lo ocurrido, éste me dijo que no me moviera de allí y que no tocara absolutamente nada de la escena del crimen, iban en camino.
Dos meses después me encontraba de visita en el manicomio de San Pedro en la capital. Iba a visitar a Juancho, lo habían internado después de lo ocurrido. Recuerdo que al entrar a la sala de visita y verlo amarrado a una silla un temblor recorrió todo mi cuerpo. Me senté delante de él y como siempre nos quedamos viendo fijamente.
No sé por qué lo hice, pero le pregunté –Juancho ¿Por qué?- y lo que aconteció después, aun ahora no tengo la entera certeza de que haya ocurrido, pero, de aquella su boca, de la que nunca había salido ningún sonido más que aquellos gritos matinales, surgieron, con una claridad tal que pareciera que aquel engendro de niño nunca hubiera tenido aquel problema mental que le afectara desde la infancia, estas tres palabras… FUERON LAS VACAS.
Epílogo
Cuando oí las sirenas de las patrullas salí corriendo de la casona, haciéndoles señales para que se acercaran. Al llegar, dos policías entraron a la casa preguntándome si no había tocado nada. El alguacil, que en ese momento iba llegando, se me acercó y preguntó, -¿Y “el niño cara de vaca”?- a lo que desconcertado respondí –En el granero- se me había olvidado por completo, la escena de los cadáveres me había afectado demasiado como para que al momento de verlos tirados en el piso de la casa entrelazara todos los hechos.
Nos dirigimos al granero. Al llegar al establo, tanto el alguacil como yo, quedamos atónitos. Sobre el suelo, había una hilera de vacas muertas, encabezándolas se encontraba la vaca flaca y raquítica que muriera minutos atrás, su pecho estaba abierto y al igual que los patrones tenia las vísceras de fuera, pero lo mas extraño de todo fue, que a lado de ésta, se encontraba Juancho desnudo y cubierto de sangre de la cabeza a los pies como si acabara de salir del estomago de aquel rumiante.
FIN
Nota final: Juancho murió por causas desconocidas en el manicomio de la capital, aproximadamente un mes después de mi visita.
Autor: Anónimo por elección.
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